Anoche soñé con Juan Manuel Inchauspe.
Estábamos en su jardín, sentados bajo un árbol, tomando mate amargo en calabacín.
Tenía una mirada minuciosa y las manos huesudas. Había gatos que merodeaban
alrededor de la mesa. El silencio de la
tarde comenzaba a llenarse de una palpitación que nadie escuchaba y el sol se
llevaba la luz del lugar. Juan Manuel, sin mírame, me decía «Oscurece para disimular
la frialdad.»
Sentía
que el silencio del tiempo y los días podían tenderme una trampa en cualquier
momento. Tenía miedo. De pronto, un pájaro brotó de una rama, subiendo, planeando,
volando, rompiendo la quietud con sus grandes alas.
Parecía
un domingo otoñal. El viento hacía bailar un enjambre de hojas secas, hacia
arriba, hacia abajo, entre las pequeñas piedras del camino. Y sin darme cuenta
una vez más estábamos en el comienzo de la mañana, heridos, insoportables,
mirando como fluía la luz de las cosas, la clara quietud renaciendo de las
sombras. Los ojos de Juan Manuel estaban abiertos. Su cuerpo estaba deshecho de
todo movimiento. Parecía que no necesitaba la noche para parecerse a ella sino
para sentir un oscuro desafío. Juan Manuel se puso de pie, se acercó a un
matorral de hortensias florecidas, se sumergió en el silencio de las nubes y gritó «Hemos
vivido entre las cosas que el frío enmudece.» En ese momento su cuerpo desapareció. Solo quedó su ropa pequeña, antigua, oscura. Me quedé mirando el cielo, ligeramente conmovido, sobre la tierra sofocante, rodeado de las esqueléticas ramas del otoño. Ya no tenía miedo porque sabía que las palabras estaban en el aire.
Comentarios
Publicar un comentario