La casa de Castelli se mantuvo con el amarillo limón en sus
paredes descascaradas. Después de unos años la compró el tío Miguel. La dividió
en cuatro departamentos para sus hijos, pero no pudieron dividir la Luna. Los
planos de la casa mostraban que la Luna estaba encima de la chimenea. Los
albañiles decían que si se corría de lugar había riesgo de derrumbe.
Los gatos siguieron maullando arriba del galponcito. Las
Rosas de Zulema siguieron desprendiendo la tristeza del otoño; en el jardín
quedaron unas pocas flores marchitas entre la maleza.
Las calandrias siguieron cantando:
¡que llueva, que llueva!
El paraíso se quedó sin sombra. Todavía lo lloramos.
¿Te acordas cómo se movían las hojas verdes del viento?
Las gallinas de Don Vieites no saben que te fuiste.
Todos los días te siguen saludando kikirikì kikirikì.
El boliche de macayo no soporto el frío, cerró con el
invierno. Pero quédate tranquilo, resistió hasta lo último, hizo un esfuerzo
por el aire y aguanto la luz.
La noche se quedó sin nadie.
Los jilgueros que cantaban de día
le están cantando a la noche para no dejarla a oscuras.
Mis pasos vuelven al punto de partida. Mirando desde el
umbral de la puerta, pienso:
parece mentira el cielo.
¿No muere todo tan rápido, y demasiado pronto?
Te pido que no te intranquilices, estoy bien.
Me dejaste con tu silencio, el tuyo, todo, solo
con el aire de la madrugada y del rocío
con una lágrima pegada a la intemperie.
Te pido que no te intranquilices
todas las tardes
salimos a mirar el cielo
nos quedamos en el cordón de la vereda
y esperamos a que pase el tren
“allá viene Cirilo” dice el cholito
pero yo lo único que veo
es como se va llenando
la Luna
sobre el horizonte
hasta que pasa
como quien dice
el ala sobre mi cabeza.
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