Las mejores
navidades las pasé en la casa de Castelli. Ese día se alargaba la mesa por los costados y se
desenrollaba el mantel a cuadros rojos. El olor a asado inundaba el barrio.
Salía a comprar alguna gaseosa que faltaba al kiosquito de Don Raúl. Era la
excusa para saludar a los amigos del barrio.
En la casa, la heladera estaba llena
de cervezas, gaseosas y alguna fresita dando vueltas. Arriba de la mesa, el Don
Valentín Lacrado, la ensalada de papa con mayonesa y perejil que preparaba la
tía Marta, el matambre que hacía Cirilo y el vitel toné que traía algún
invitado. Afuera, el asador —en ese entonces— era mi primo Gabi. Llegaban el
tío Cholito, el tío Arturo, mi primo Diego, y se acercaban a la parrilla: “¿Y
cómo viene eso?” decían, dando su mirada de aprobación.
Algunos cohetes se escuchaban a lo
lejos; el olor a pólvora se mezclaba con el aroma a asado que salía de las
casas. La noche estrellada alumbraba la mesa en el jardín. La morcilla y el pan
no podían faltar. La carne se iba cocinando entre risas y anécdotas. Zulema
decía: “Avísenme cuando preparo las ensaladas.” Mientras tanto, los que
estábamos al lado de la parrilla ligábamos algún huesito.
Llegaban las nueve y Gabi decía: “Bueno,
a la mesa que ya llevo.” Cirilo se acomodaba en la punta, la tía Marta y
Zulema llevaban las ensaladas y las ponían al lado del matambre. Gabi decía: “Che,
nadie habla, se ve que está bueno.”
Cuando habíamos terminado de comer,
mi primo iba a la parrilla y traía el mejor pedazo. “Eso lo aprendió de vos,
Cirilo,” decían los tíos. Con una sonrisa pícara, Cirilo agarraba el pedazo
más jugoso y pasaba el cuchillo entre los dientes del tenedor. Era uno de los
últimos en terminar de comer, junto a mi papá, que le preguntaba si había
venido caminando.
Se hacían las doce, abríamos los
regalos —algunos shorts de baño para aprovechar la temporada en Santa
Teresita—. Llenábamos las copas de sidra y brindábamos. Luego íbamos afuera a
saludar a los vecinos y a mirar qué barrio tiraba más cohetes. Cuando todos se
empezaban a ir, Gabi se sentaba contra la ventana, abría una cerveza bien
helada y ponía a Leo Matioli. Mientras se tocaba el pecho, me decía: “Escuchá,
escuchá,” y cantaba: “Un soñador, un poco vago y atorrante.”
En la casa de Castelli, las navidades
terminaban con el amanecer. Fueron pasando muchas navidades y empezamos a ser
menos. Ya no era lo mismo. Primero se fue Zulema, después Cirilo. Las luces de
la casa Castelli se apagaron. Desde ese momento, cada vez que se hacen las doce
ya nadie va a abrir los regalos ni a mirar los fuegos artificiales. Salimos
afuera con una copa en la mano, la levantamos sin dejar de mirar el cielo y brindamos…
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