Te encontrabas en el cuarto piso del hospital San Agustín. Estabas triste porque ese lugar no era tu hogar. Extrañabas el paraíso de tu ventana, el jardín de Zulema, las sábanas tendidas en el cielo, las paredes que proyectaban el silencio, pero por sobre todas las cosas extrañabas la sonrisa de tu nieta.
Sabías que tal vez esa sería tu última semana de vida; tus pulmones
estaban inflamados por la neumonía. Tu piel estaba agrietada por el paso de los
años, tu mirada ya no brillaba. Estabas cansado, algo te decía que ya no ibas a
salir de esas cuatro paredes, ya no tenías ganas.
Mientras
el jacarandá de la esquina florecía vos ibas perdido el habla, sólo te
limitabas a mover las extremidades. Te visito tu nieta, a la que tanto amabas.
Si existía razón para seguir con vida era por Ella. Entró a esa habitación
fría, con paredes blancas, había dos camas viejas oxidadas, un televisor de
veintiún pulgadas a bajo volumen. Te tomó la mano, te miro a los ojos y puso en
su celular un tema de Juan D’ Arienzo, porque Ella sabía que su orquesta de
tango te hacía volver a la juventud. Pero la música hacía tiempo que se había ido.
Te dormiste sabiendo que iba ser la última vez que la ibas a ver. Ella te miró
con sus ojos llenos de tristeza, te dio un beso en la frente y se fue, nunca le
gustaron las despedidas.
A la
mañana siguiente tu corazón ya no soportó más. Te fuiste en silencio, como
cuando naciste.
Ella estaba en su departamento ,en la cama, cuando sonó el teléfono. Antes de atender, sabía lo que había pasado, era su primo, Le decía que el abuelo se había ido; los dos lloraron al mismo tiempo. Le dijo que el velorio sería por la mañana. Se sentó en el piso que estaba frío como un témpano. Se apoyó contra el modular negro, con la mirada perdida. Se preguntaba por qué. El frío iba subiendo por sus extremidades, su respiración se agitaba, su garganta se cerraba. Se durmió entre sus lágrimas. Al otro día Ella se dirigió a la casa de sus padres, más serena y sin pensar demasiado. Cuando llegó, su padre la abrazó fuerte. Se sentaron en el sofá a recordar viejos momentos mientras el tiempo pasaba. El padre le dijo que el veloria seria en Escobar, en el mismo lugar donde habían velado a Zulema
Ella no le encontraba sentido a los velorios, pero por respeto a su padre acompañaba a la familia. Los amigos llegaban a dar sus condolencias, se acercaban al difunto, miraban su cuerpo. Algunos tomaban sus manos, otros lo miraban sorprendidos y otros lloraban. Ella estaba serena. No quiso entrar a ver el cuerpo. Sabía que su abuelo ya no estaba. La gente se iba mientras el sol se moría en el horizonte.
A la mañana siguiente se acercó la familia y algunos amigos. Era el momento de cerrar el cajón. Sus tíos se acercaban y decían unas palabras de despedida. Su padre cayó arrodillado, los gritos de dolor retumbaban en la sala, se iba muriendo al mismo tiempo que se cerraba el cajón. Ella se asustó, vino su primo, la tomó de la mano y la sacó afuera de la sala, pero era inútil, los gritos de dolor se escuchaban cada vez más fuerte. Ella volvió a entrar, abrazó a su padre como nunca lo había hecho. Cada miembro de la familia tomó una parte del cajón y lo subieron al coche fúnebre. Llegaron al cementerio, el pozo estaba hecho. Colocaron el cajón, tomaron un puñado de tierra y lo arrojaron como si se estuvieran arrancando un pedazo de su costado.
Ella
volvió a su departamento, se sentía sola. Tenía ganas de abrazarlo como tantas
otras veces. Se sentó detrás de su modular negro, tomó una lapicera y un
cuaderno y comenzó a escribir sin parar. Sabía que la única forma de volver a
verlo era escribiendo.
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