Cuando tenía ocho años nos mudamos con mis padres a Escobar. Detrás de
una puerta blanca había dos casas, una delante y otra en el fondo. Nosotros
vivíamos en la casa de adelante y en el fondo vivía un matrimonio con un hijo
de mi edad que con el tiempo llegamos a ser grandes amigos. Lo que más me
llamaba la atención de la casa era el patio. Estaba delimitado por un paredón
enorme, mi pequeño pie calzaba justo entre ladrillo y ladrillo. Apoyaba el pie
derecho, luego mi mano izquierda, y por último daba un salto, y en segundos
estaba en la cima de ese enorme paredón; desde allí se veía todo el barrio, el
pino longevo del vecino, una casa abandonada, pelotas de tenis en lo techos,
papeles manchados de humedad, hojas de un otoño pasado, piñas que caían de los
árboles. La primera vez que conocí el silencio fue en el paredón de la calle
mitre, todavía recuerdo el vuelo de los gorriones hacia el sur. Había decidido
que la altura era mi lugar.
Todos los días cuando
volvía de la escuela mi madre me preparaba la merienda y después me subía
arriba del paredón. Hacía equilibrio hasta llegar al galponcito, que estaba en
nuestro terreno, y me quedaba mirando el atardecer hasta que mi madre me
llamaba para bañarme. Al poco tiempo de habernos mudado, mis padres se separaron.
Empecé a ir solo al colegio, que quedaba a unas pocas cuadras, aprendimos a
cocinar con mi papá, siguiendo recetas que nos mandaba mi abuela. Me preparaba
la merienda y luego paseaba entre los ladrillos de la casa hasta que
salía la primera estrella. El vecino del fondo al verme solo me invitaba a
jugar, se llamaba Jonathan. En su cuarto tenía una repisa llena de muñecos,
desde un Batman sin cabeza hasta un spawn con su envoltorio original, pero lo
que me llamaba la atención era una biblioteca que estaba en el comedor, fue mi
primer encuentro con los libros. El primer libro que leí fue la poesía de
Bécquer, todavía recuerdo el impacto que me provocó “volverán las oscuras
golondrinas” A dónde se fueron las golondrinas le preguntaba a la madre de Joni
y ella me decía “lejos” no me convencía su respuesta pero me dejaba llevar por
esos versos sin entender lo que estaban diciendo, me dejaba llevar por su
música.
Los abuelos de
Jonathan vivían enfrente de la casa. Todas las tardes, cuando el sol bajaba se
sentaban en la vereda y saludaban a los vecinos “buenas tardes, vecino”, ¿“cómo
le va doña Paula?” y ellos sonreían mientras las horas pasaban. El barrio era
tan lindo cuando la luna lo recorría. Viví varios años allí. El bebe y doña
Paula me adoptaron como un nieto más. Él me decía pata larga por mi habilidad
de trepar las paredes. Todos los mediodías almorzaban con ellos y después me
llevaban al colegio. El bebe siempre me remarco que tenía que estudiar, “Pata
larga la única forma de ser alguien es estudiando” me decía. Nunca entendí ese
“ser alguien” de hecho todavía no lo entiendo, creo que es una forma de entrar
en uno mismo, es necesario lograr esto cómo se estaba solo de niño, como cuando
trepaba las paredes y me quedaba mirando el atardecer.
A los cuatro años de
estar en la casa de mitre falleció mi abuela, y mi papá decidió que lo mejor
sería irnos a vivir con mi abuelo. El tiempo me fue separando de la casa mitre.
Volví pocas veces. Le hice caso el bebe, me fui a vivir a capital, dejé todo lo
que tenía cerca y me puse a estudiar por unos largos años para intentar ser
alguien.
La semana
pasada volví a Escobar, bajé del colectivo y mientras buscaba la calle mitre me
preguntaba qué cambio de ese niño que venía solo de la escuela pensando en
buscar altura y perderse entre las nubes. Cuando llegué a mitre 233 la casa ya
no estaba, había un edificio de cinco pisos. Enfrente, donde vivían los abuelos
de Joni, quedaba solo doña Paula machacada por el tiempo, ya casi no veía, le
tuve que recordar quien era. Me contó que el bebe había muerto. Me dijo que
hasta lo último había preguntado por mí, “porque no viniste antes” me decía. No
supe qué contestar. La abracé y le dije gracias. Me quedé esperando a que
alguien sacara las sillas a la vereda, pero fue inútil, en la vereda solo se
paseaban las hojas de un otoño dulce y severo. “Los tiempos cambiaron” me decía
doña Paula, “antes la gente del barrio vivía diferente, antes eran menos
egoísta, la felicidad ya no existe, se la llevó el bebe.”
Me fui de mitre 233
cuando salió la primera estrella, como cuando era chico. Pero esta vez no
estaban las paredes de ladrillos para trepar y refugiarme en el punto más alto
pero sigo siendo
ese mismo niño
que piensa
en buscar altura
para perderse
entre las nubes…
Maravilloso
ResponderEliminar