Todos los domingos en la casa de Castelli se cumplía el mismo ritual. Se alargaba la mesa de los costados y se desenrollaba el mantel a cuadro a rojo. El aroma del asado inundaba todo el barrio. La heladera estaba llena de cervezas y gaseosas. Arriba de la mesa, como siempre, estaba el Don Valentín Lacrado; al costado la ensalada de papa con mayonesa y perejil que preparaba la tía Marta. Afuera el asador, que era mi primo Gabi. La familia iba llegando de a poco. Primero llegaba el tío Cholito, después el tío Arturo, y por último mi primo Diego. Se acercaban a la parrilla y decían y como viene eso mientras la luz del medio día alumbraba sus caras. En el medio del jardín estaba una mesita blanca y, arriba una tabla con una rosca de morcilla y unos pedacitos de pan. El crepitar del carbón era indicio de un gran aplauso para el asador. Zulema se acercaba cada tanto y decía avíenseme cuando preparo las ensaladas. Mientras tanto los que estábamos al lado de la parrilla ligábamos algún huesito. Hasta que Gabi decía Bueno a la mesa que ya llevo. Cirilo se acomodaba en la punta con la funda de su cuchillo bajo el brazo y los demás donde había una silla vacía. Fueron pasando muchos domingos hasta que las luces de la casa se apagaron. Primero se fue Zulema. Los primeros domingos fueron iguales, pero con el paso del tiempo cada vez éramos menos. Ya no venía la tía Marta ni mis primos. Ya no era necesario agrandar la mesa desde los extremos. La mesa comenzó a desarmarse por el paso del tiempo, las patas estaban cada vez más sueltas, la madera comenzó a astillarse. Los domingos se fueron perdiendo. Pero todas las mañanas seguían siendo iguales. Cirilo se sentaba en la punta con su tasa de mate cocido y con un pedazo de pan viejo del día anterior, mientras el calor de la tasa lo atravesaba. Se quedaba mirando por la ventana el detalle de las formas. Donde estará Zulema se preguntaba, ya falta poco viejita se decía a sí mismo, hasta que un día se enfermó. La mesa quedó vacía junta la ventana, la tierra comenzó acumularse en los costados. La soledad deambulaba por la casa, el sol ya no daba tanta luz, en la casa ya no había ruido, finalmente las puertas se cerraron. La última vez que fui a la casa de Castelli la mesa ya no estaba. No quise saber que habían hecho con ella. Lo cierto es que la recuerdo como un objeto feliz por que aseguraba la forma de la familia, su propósito era la unión. Me pregunto por qué muere todo tan rápido y demasiado pronto.
Todos los domingos en la casa de Castelli se cumplía el mismo ritual. Se alargaba la mesa de los costados y se desenrollaba el mantel a cuadro a rojo. El aroma del asado inundaba todo el barrio. La heladera estaba llena de cervezas y gaseosas. Arriba de la mesa, como siempre, estaba el Don Valentín Lacrado; al costado la ensalada de papa con mayonesa y perejil que preparaba la tía Marta. Afuera el asador, que era mi primo Gabi. La familia iba llegando de a poco. Primero llegaba el tío Cholito, después el tío Arturo, y por último mi primo Diego. Se acercaban a la parrilla y decían y como viene eso mientras la luz del medio día alumbraba sus caras. En el medio del jardín estaba una mesita blanca y, arriba una tabla con una rosca de morcilla y unos pedacitos de pan. El crepitar del carbón era indicio de un gran aplauso para el asador. Zulema se acercaba cada tanto y decía avíenseme cuando preparo las ensaladas. Mientras tanto los que estábamos al lado de la parrilla ligábamos algún huesito. Hasta que Gabi decía Bueno a la mesa que ya llevo. Cirilo se acomodaba en la punta con la funda de su cuchillo bajo el brazo y los demás donde había una silla vacía. Fueron pasando muchos domingos hasta que las luces de la casa se apagaron. Primero se fue Zulema. Los primeros domingos fueron iguales, pero con el paso del tiempo cada vez éramos menos. Ya no venía la tía Marta ni mis primos. Ya no era necesario agrandar la mesa desde los extremos. La mesa comenzó a desarmarse por el paso del tiempo, las patas estaban cada vez más sueltas, la madera comenzó a astillarse. Los domingos se fueron perdiendo. Pero todas las mañanas seguían siendo iguales. Cirilo se sentaba en la punta con su tasa de mate cocido y con un pedazo de pan viejo del día anterior, mientras el calor de la tasa lo atravesaba. Se quedaba mirando por la ventana el detalle de las formas. Donde estará Zulema se preguntaba, ya falta poco viejita se decía a sí mismo, hasta que un día se enfermó. La mesa quedó vacía junta la ventana, la tierra comenzó acumularse en los costados. La soledad deambulaba por la casa, el sol ya no daba tanta luz, en la casa ya no había ruido, finalmente las puertas se cerraron. La última vez que fui a la casa de Castelli la mesa ya no estaba. No quise saber que habían hecho con ella. Lo cierto es que la recuerdo como un objeto feliz por que aseguraba la forma de la familia, su propósito era la unión. Me pregunto por qué muere todo tan rápido y demasiado pronto.
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