En
la esquina de mi barrio hay una vinoteca que se llama Pádico; está
atendida por dos hermanos, Diego y Pablo. Diego es el más
serio de los dos, tiene pinta de ser el que lleva los números; Pablo
es un vendedor nato, sabe a la perfección la característica de cada
vino. Él puede recomendarte el vino indicado con tan solo una
pregunta. ¿para qué estás? Siempre que voy, me quedo pensando en
esa pregunta. Cuando quiero saber para qué estoy, agarro el tomo
verde de Montaigne que está sobre mi escritorio; abro una página al
azar y leo la primera frase. La última vez que me pasó esto, la
frase decía: “La fuerza de la costumbre forja el cuerpo”. Esto
me hizo pensar que la costumbre está asociada a un lugar de
pertenencia y esto es fundamental para los tiempos que corren. El
lugar de pertenencia se perdió en estos tiempos de sentimentalidad
capitalista, donde prima el individualismo, y los imperativos de la
alegría. Todo el tiempo nos obligan a construir nuestro propio
bienestar. Es por eso que en este último tiempo se produjo un
aumento significativo del consumo de psicofármacos y de analgésicos.
Parece ser que los seres humanos de este siglo ya no soportan ni
siquiera un leve dolor de cabeza, a su vez están estimulados
constantemente por las publicidades. Estamos viviendo en una era de
la medicalización de la vida cotidiana. La medicalización se asocia
al ritmo frenético en el que vivimos, ya no hay tiempo para soportar
el dolor, la sociedad demanda una felicidad constante. Los que nos
ocultan con el bombardeo de imágenes y la reproducción de falsos
conceptos es que la verdadera felicidad se encuentra… en la
serenidad de las estrellas, en las alas de los pájaros que aletean
junto a la tarde, en el silencio de las hormigas, en la soledad de
las palomas extraviadas en la eternidad, en ese pétalo que cae de
espaldas al jardín, en el detalle, de este último gesto.
Hace poco me mudé a un departamento en el barrio de Colegiales. El departamento está en un primer piso. Lo que más me sofoca de este departamento es la vista. Antes mi escritorio estaba frente a un ventanal en un sexto piso, donde todas las mañanas veía como los pájaros cruzaban de cielo a cielo, como las hojas caian verticalmente y tapizaban con su paleta de colores los autos que rodeaban la vereda de la ciudad. Los domingos se escuchaba el chirrido de las hojas por el asfalto. La vida de la ciudad transcurría frente a mi ventana. Ahora en cambio mi mirada se clava en una pared blanca que proyecta el silencio; el sonido de mi interior retumba en el espacio, las ondas sonoras nunca se pierden, chocan entre sí. Miro a mi derecha y me reflejo en la ventana, a veces el vidrio tiembla por el río de motores de la calle Zapata; miró hacia abajo y veo mis dedos largos y huesudos caer lentamente sobre el teclado. Todavía no reconozco los árboles de la cuadra ni tampoco he visto un solo páj
Comentarios
Publicar un comentario